jueves, 9 de junio de 2016

Convento del Palancar




Pedroso de Acim, es un pequeño y pintoresco pueblo de la provincia de Cáceres donde, a dos kilómetros monte arriba se halla un monasterio de tan reducidas dimensiones que por todos es conocido como el conventico. Se trata del convento de El Palancar, el cenobio más pequeño del mundo, o al menos eso dicen. 





Aunque su fundador, San Pedro de Alcántara fue un hombre de una estatura más que considerable para la época, pues media un metro noventa, quiso construir según sus propias palabras un lugar donde resplandeciera “toda pobreza, aspereza y vileza, la casa sea tosca y la madera no labrada a cepillo”. Calculó a conciencia las dimensiones de su fundación para que ni un centímetro sobrara de la superficie que estimó era estrictamente necesaria para sus oraciones. Existía en las tierras que el noble Rodrigo de Chaves cedió en 1557 al franciscano, una modesta casucha, sobre la que construyó el monasterio de El Palancar que, a pesar de sus pequeñas dimensiones, dispuso de todas las estancias propias de un lugar santo, capilla, claustro, celdas, refectorio y cocina, pero a tan pequeña escala que cuando lo visitó Santa Teresa escribió “ … o que dormía era sentado y la cabeza arrimada a un maderillo que tenía hincado en la pared. Echado, aunque quisiera, no podía”. Exteriormente nada hace pensar lo angosto de su interior, sobredimensionado por la actual portada exterior al construirse en 1702 una sobria iglesia y poco después el llamado claustro nuevo. Poco durará esta engañosa percepción del espacio, sobre todo para los que seáis altos, las bellotas no tenemos este problema, pues nada más traspasar sus muros, queda patente su escasa altura ya que no podréis erguiros y si no tenéis cuidado os llevaréis más de un coscorrón al atravesar los dinteles de las puertas. Sea por la escasez de espacio, sea por la falta de luz, o por lo peculiar de este lugar, lo cierto es que el Conventico del Palancar es uno de esos lugares que tanto me gustan, donde no hace falta ver, ni oír, ni tocar, ni oler, ni saborear, solo hay que dejar descansar los sentidos, encerarse en sí mismo y dejarse llevar por la maravillosa sensación de estar rodeado solo por nuestros pensamientos, pues en tan reducido espacio solo es eso lo que tiene cabida, la soledad y el sentimiento. Sobrepuestos de esta primera impresión y guiados por uno de los frailes franciscanos que actualmente lo habita, comenzamos el recorrido por la capilla, primera de las construcciones del monasterio en la que apenas pudimos girarnos y las siguientes dependencias, todas pequeñas y todas hermosas. El refectorio donde comían arrodillados apoyando los platos en unos estrechos bancos de piedra adosados a la pared, las celdas cuyo único mobiliario es un incómodo catre de madera y una banqueta, la cocina con su pequeña chimenea, la enfermería, la sala capitular y por fin salimos al huerto, tan grande como todo lo demás, pero muy hermoso, donde junto a un pozo, una cruz recuerda que este era uno de los lugares favoritos de San Pedro de Alcántara para realizar sus oraciones. 




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